El rapel es una de las más fascinantes expresiones de contacto personal con la roca y con el medio ambiente, a la vez que permite medir las propias fuerzas físicas.
Cuando se trata de nuevas sensaciones, la montaña ofrece un sinfín de oportunidades para quienes se atreven a probar ejercicios deportivos diversos. El cerro Bandurrias, en San Martín de los Andes, es un excelente espacio para tomar contacto con la práctica del rapel, un arte que requiere más maña que fuerza y la dirección de expertos.
Dedicamos una mañana espléndida y con poco viento a unirnos a un grupo que, como nosotros, haría sus primeras armas en el rapel. A pocos metros del centro de la ciudad y luego de una trepada de diez minutos por el camino conocido como “de la Islita”, llegamos a una inmensa roca en la que haríamos la actividad.
Durante la charla previa, el Gallego y Rodrigo nos presentaron cada uno de los accesorios que componen el equipo y su funcionamiento. Nos dieron confianza y se aseguraron de que disfrutáramos en cada momento con la tranquilidad de estar bien sujetos.
Practicaríamos en dos sectores distintos, siempre con casco y el mismo arnés con perneras y cinturón, pero con cambio de cuerdas e indicaciones por las características y dificultad de la pared. De reojo le dimos una mirada al lugar donde estábamos parados. Desde ese punto en altura, la costanera y la playa de la ciudad y los cerros que acompañan el inicio de la ruta de los 7 Lagos lucían distintos y espectaculares. Una suave brisa del oeste borraba el bullicio de la ciudad y ofrecía el silencio adecuado. Encontrá aquí tu alojamiento en San Martín de los Andes
Uno a uno fuimos descendiendo por la piedra como le habíamos visto hacer al instructor. Con cierto vértigo al comienzo, dedicamos unos minutos a la comprensión del movimiento y a la ubicación de manos y pies; tomamos confianza poco a poco y todos concretamos la bajada.
Luego, nos dirigimos a la segunda terraza, en una piedra enorme coronada por un viejo ciprés. Como en el primer caso, una larga soga de descenso desplegada sobre la roca nos vinculaba a todos mediante un mosquetón. Siempre de frente a la pared, encaramos los 40 metros de altitud, con el lago Lácar a nuestras espaldas. Saber que abajo teníamos sus frías aguas nos hacían sentir aun más aventureros, pero sabedores de que no corríamos ningún peligro.
Además, algunos se animaron a realizar la práctica inversa: una escalada de top en la misma roca. Fueron momentos imborrables que solo nos ocuparon una mañana libre y el deseo de probar las propias aptitudes.
Mónica Pons
Eduardo Epifanio
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